DEL
EROTISMO: RESTRICCIÓN Y GENERALIZACIÓN
La
Sulamita siente que su sexo, anhelante, dehiscente, se ha abierto como una
flor, un nardo del que brota ese aroma que Salomón, el Rey, aspira con la piel
y los sentidos enervados. Esta escena parece favorecer a los que sostienen que
el erotismo se alimenta de la excitada actividad de los sentidos y en especial
del olfato. Por ello el sexo de la mujer dispuesta para el encuentro amoroso ha
sido tradicionalmente alegorizado como una flor que expande su perfume. Por
ello las habitaciones en que se reúnen los enamorados están revestidas de
maderas fragantes y en su interior se queman sustancias aromáticas.
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El
erotismo –y esto es lo que quisiera sugerir en este ensayo– pone en actividad
impulsos más variados y, ciertamente, más profundos y más perturbadores. Aunque
en filosofía se haya afirmado más de una vez que el erotismo es propio de lo
humano, que es, mejor dicho, la superación de la sexualidad animal, antes de
tales afirmaciones las mitologías y las religiones sugieren que la eroticidad
abarca todo lo viviente y que, más allá del deseo de la cópula y de la cópula
propiamente dicha, se trata de un impulso que reúne la vida con la muerte, el
caos con el cosmos y, en el orden social, pone en juego, y antes que nada en
riesgo, la consolidación de ese orden. Dominado por el deseo de ir siempre más
allá, de abrir y atravesar, el erotismo es una fuerza que en última instancia
parece tender a la disolución.
Podríamos,
en todo caso, hablar de un erotismo en sentido restringido, es decir, limitado
a la sexualidad humana, y de un erotismo en sentido general que se extendería a
todas las especies y más aún al universo entero concebido o vivido –así lo
hicieron todas las culturas– básicamente como un todo viviente.
EL
EROTISMO SEGÚN BATAILLE
Si un referente obligado para el arte erótico de nuestros días
es el Marqués de Sade, cuando se trata de pensar en una teoría del erotismo
igualmente obligado es el nombre de George Bataille. De acuerdo a lo que yo
conozco, Bataille es el primer autor cuya obra está íntegramente consagrada a
pensar el erotismo.
Ello no supone olvidar, naturalmente, que desde la más remota
antigüedad los pensadores, especialmente los filósofos, se han preocupado por
esbozar una teoría del amor (en términos de lo que hoy llamaríamos erotismo),
sino sugerir que ninguno lo había hecho tan exhaustivamente como Bataille,
quien se dedicó a elaborar no sólo una teoría general sino también una
antropología señala
que Eros hace su aparición en el momento originario en el que se quiebra el
huevo de la noche y que su cometido es reunir la oscuridad con la luz del día
recién brotado asegurando así el orden de todas las cosas , para Bataille el
erotismo es una fuerza que se expresa en el dispendio y la dispersión.
El erotismo sería, pues, en términos generales, el dispendio
inútil y lujurioso que sucede a toda acumulación. El derramamiento, sea de
objetos suntuarios, de sangre o de semen, es lo que toda sociedad humana
profundamente busca. Las especies se comen entre sí y ello, de acuerdo con
Bataille, es “la forma de lujo más simple”. Pero a medida que las especies
crecen en su capacidad de infligir daño crece también la fuerza de las
hecatombes. “A este respecto, el animal feroz está en la cumbre: sus
depredaciones continuas de malversadores representan una inmensa dilapidación
de energía”. Tales
depredaciones son un tributo que promueve nuevas y mayores depredaciones.
El
erotismo, pues, según Bataille, es una actividad que se realiza sobre un abismo
donde la muerte ejerce su poderosa atracción porque se muestra como un lujo.
“De todos los lujos concebibles –observa Bataille–, la muerte, bajo su forma
fatal e inexorable es, ciertamente, el más costoso.”
De este modo se explica mejor que en su libro El erotismo Bataille
nos haya dejado estas dos definiciones memorables, centrales ambas, pero
aparentemente contradictorias: “El erotismo es la búsqueda del punto en que se
desfallece” y “El erotismo es la afirmación de la vida hasta en la muerte”.
También se explica que el erotismo asocie la destrucción espectacular con la
secreta experiencia mística, el aturdimiento orgiástico con la espera de la
herida que atravesará nuestro cuerpo para unir dolor y goce, la religión y la
guerra. La destrucción da paso a la posibilidad de un nuevo proceso de
absorción y retención, la muerte hace posible que la vida continúe.
Bataille ha estudiado con atención el desenvolvimiento de la
sociedad capitalista (desde sus orígenes en las doctrinas reformistas y su
negación por parte del catolicismo ortodoxo que condenaba toda forma de
usura), ha seguido su desarrollo observando el movimiento que va de la
acumulación al consumo en forma sucesiva y creciente, sobre todo en la fase
del capitalismo avanzado con su secuela de guerras y otras formas de la
destrucción. Deteniéndose sobre esta visión bataillana –tan decidida a
sostener una mirada lúcida– es imposible no ver en ella un sentimiento trágico
y, sobre todo en nuestros días, es difícil adherirse a su celebración del
dispendio y la hecatombe.
El pensamiento de Bataille trata de centrarse en el
paso de la pulsión de la muerte a la pulsión de la vida, del vaciamiento a la
fertilidad. Por mi parte, yo quisiera pensar esta teoría del erotismo bajo la
imagen de la “dehiscencia”. En botánica se da el nombre de dehiscencia al
fenómeno por el cual un fruto o una vaina que han terminado el proceso de
absorción de la energía necesaria para llegar a la plena madurez, siguiendo el
impulso de esa misma energía terminan abriéndose para derramar sobre la tierra
semillas, esporas, materia en trance de disolución, lo que equivaldría a una
especie de dispendio orgásmico. El fruto se abre y se vuelca como si se tratara
de un derrame sexual en el que la pérdida es consumación y alivio como también
ocurre con los órganos inflamados a los que la misma energía que produce la
inflamación termina produciendo una quiebra o abertura por donde la inflamación
se disuelve. Pero lo que se vuelca, por su parte, se mezcla y transforma para
dar lugar al nacimiento de nuevos organismos.
LA
DUALIDAD DELA PULSIÓNERÓTICA
En 1955, en su libro Eros y civilización Herbert Marcuse7 refutó
la teoría freudiana según la cual el “principio de placer” y el “principio de
realidad” son irreconciliablemente antagónicos. Según Freud, toda civilización
se funda en la represión de las pulsiones eróticas. Esto sería así porque sin
esa represión ninguna forma de organización social resultaría posible ya que la
civilización se sostiene en el trabajo y en la institución familiar. Marcuse,
por su parte, alega que la pulsión libidinal no es por naturaleza una fuerza
destructiva del orden social sino sólo de ciertas formas de organización
humana, formas que, desde su particular interpretación de las teorías
marxistas, responden, en lo profundo, a determinados intereses. Marcuse prevé
una civilización hecha por hombres que, liberados de las constricciones del
trabajo gracias a los avances de la tecnología, puedan entregarse al placer y
aun hacer de él un motor de su desarrollo. Una tesis como esta no pasaría de
ser, para Freud, sino la manifestación de deseos ilusorios, en sentido estricto
una quimera.
El taoïsmo, como sabemos, elaboró una doctrina que tuvo una muy
vasta difusión en la cultura oriental. De acuerdo a ella, el universo está
animado por dos principios, uno masculino, el yin, y otro femenino, el yang,
en continuo intercambio.
En particular, de acuerdo a lo que ha llegado hasta nosotros,
Empédocles desarrolló con precisión la teoría jónica de los cuatro elementos
primordiales y eternos (fuego, aire, tierra, agua) cuya mezcla determina las
distintas formas y los distintos estados de la materia. Según Empédocles, la
mezcla de elementos depende de la acción de dos fuerzas, el Amor y el Odio,
fuerzas que propician la reunión o la separación de los elementos y hacen del
universo un continuo movimiento entre lo uno y lo múltiple. Estas fuerzas recibieron
nombres semejantes como simpatía–antipatía, amistad–enemistad, etcétera,
nombres que vemos reaparecer en los diálogos platónicos donde se expone la idea
de una continuidad o bien una semejanza entre amor, simpatía o amistad, y donde
también el amor puede reunir a personas del mismo o de diferente sexo.
El doble sentido, la dualidad, entonces, consistiría en que si
la civilización es un producto del trabajo y a su vez el trabajo es una
negación del orden natural que da curso a un orden social, el erotismo, que
hace que el cuerpo deje de ser un instrumento de trabajo para ser un
instrumento del placer, se constituiría como una negación del trabajo y por lo
tanto, al mismo tiempo, en una superación del orden social y en una
restauración de las pulsiones primordiales. Esta libertad obscena, orgiástica,
que despierta en el hombre su animalidad profunda estaría mostrando la
necesidad, o más bien el impulso, para nada inocente, de reunir la bestialidad
con el reino del espíritu –en un “matrimonio del cielo y del infierno”, como
diría William Blake– dejando atrás el orden profano del trabajo. Acaso esta
sacralidad bestial sea un estado sólo realizable como deseo. Acaso instalada
entre los hombres no puede tener sino una corta duración porque pone en
actividad el deseo de una destrucción total que a su vez activa la necesidad
de una fuerza estabilizadora que asegure la prolongación de la vida. Pensando
con realismo (con un realismo seguramente influido por el pensamiento
freudiano) podríamos decir que el erotismo entendido de este modo sólo puede
instalarse como un recreo del cuerpo, es decir, como una interrupción (no una
definitiva borradura) del trabajo.
EXPRESIONESDELEROTISMO
ENLA ANTIGÜEDAD
A medio camino entre la meditación filosófica y la
explosión orgiástica están los dispendios divinos y los violentos o tramposos
ayuntamientos así como las prodigiosas metamorfosis (desorden y reordenamiento)
que cunden en la mitología griega en la que Zeus, el supremo, es dueño de un
poder destructor y al mismo tiempo de un furor genésico que hace de él un
infatigable perseguidor de diosas y de ninfas.
¿Cómo entender este mundo divino tan lleno de
confrontaciones y de copulaciones forzadas pero al mismo tiempo tan dócil a una
fuerza erótica que se sitúa por encima de los dioses mismos? Aunque
continuamente transgredido, en este mundo hay un orden moral y eso lo muestran,
entre otras cosas, los reproches y las venganzas de Hera, la esposa de Zeus,
quien trata de devolver golpe por golpe. Es más, en Los mitos griegos Robert
Graves describe
cómo Rea, madre de Zeus, temerosa de las perturbaciones que podía causar la
frenética lujuria de su hijo le prohibió casarse con Hera (a la cual después
tomaría por la fuerza para obligarla a ese casamiento), recibiendo como airada
respuesta una amenaza de violación. Para evitarlo, Rea se convirtió en una
temible serpiente lo cual no amedrentó a Zeus, quien se transformó
inmediatamente en serpiente macho y se enroscó en ella de manera tan
indisoluble que terminó cumpliendo su amenaza. Pero Zeus no sólo fue incestuoso
con su madre sino que, de acuerdo con una tradición, engendró a Eros en el
vientre de Afrodita, la cual, siempre según una tradición, era su hija. Desde
luego, nuestra lectura es no sólo simplificadora sino ignorante del vasto
simbolismo de estas acciones perturbadoras y violentas; pero lo que con ella
queremos mostrar es que, de una o de otra manera, hay una continua
confrontación con el orden moral siempre vigente porque los propios protagonistas
se juzgan y condenan entre sí, además de que gran parte de los ayuntamientos se
presentan como flagrantes violaciones a las que sus víctimas quieren por
cualquier medio evitar, como Daphne que, huyendo de los deseos de Apolo, se
convirtió en laurel en el momento justo en que este dios (a quien uno podría
suponer más mesurado porque, según se nos enseñó, es el equilibrio y la
justeza racional) ya la tenía entre sus brazos.
Notas
Las prácticas sexuales –desenfrenadas o disimuladas– así como
las obras artísticas y las consideraciones morales o filosóficas a propósito de
las relaciones amorosas continuaron sin interrupción: como suele decirse, en la
literatura –y acaso también en la vida– hay sólo dos temas o dos heridas
predominantes: el amor y la muerte. Durante toda la latinidad vemos estas
expresiones en las que la entrega a las celebraciones orgiásticas reúne la
pasión del encuentro sexual en una progresión que va del regodeo en el placer
venéreo hasta el extremo del sacrificio (“El hombre siempre mata lo que ama”
dirá admirablemente Oscar Wilde muchos siglos después). Cuando estas
exaltaciones paganas penetren en el cristianismo y ahí se mezclen con las
tradiciones celtas aportadas por los “bárbaros” que destruyeron el imperio
romano, tendremos los escalofriantes aquelarres en donde se mezclarán tanto
figuras demoníacas como magos negros que harán de la noche su habitáculo. Desde
luego, frente a este erotismo macabro existen aquellas otras fiestas de la
libido alegre que reúne el vino con el sexo, existen los amores tabernarios,
las licenciosas expansiones de clérigos vagantes de la baja latinidad cuyas
expresiones literarias han sido tan acertadamente recogidas por Carl Orff en su
célebre Carmina burana. En esta alegría de la sexualidad liberada no podríamos,
desde luego, olvidar las entusiastas celebraciones de la primavera en las que
junto con el retorno de las flores retorna el entusiasmo por los encuentros
amorosos: “Ya, florecen los almendros, ya / mala seré de guardar. //Ya florecen
los almendros / y los amores con ellos”. Las fiestas mayas, herederas del culto
a Adonis, reúnen en una sola algarabía el renacimiento de la tierra y el
renacimiento de la energía sexual.
EROTISMO Y MUNDO MODERNO: ENTREVARIACIÓN Y
PERMANENCIA
Lo que ahora distinguimos como erotismo pero que
hasta hace poco se concebía como una variante del amor tiene a su vez varias
maneras de manifestarse. Hay, como vimos, un erotismo de la violencia
destructiva, un erotismo del sacrificio, un erotismo del entusiasmo floral, un
erotismo de la exhibición genital, un erotismo del ocultamiento, un erotismo
del llamado, de la espera y la nostalgia. Hacia el siglo xii, la cultura
occidental neolatina produjo, al mismo tiempo que una verdadera escuela de
poesía amorosa, una escuela del amor a la que dieron forma los trovadores provenzales.
Esa cultura está acabadamente expuesta en un libro de arte amatorio (Ars
Amandi) compuesto por Andrea Capellanus, a finales de aquel siglo.
El amor, según ello, no puede darse sino fuera del
matrimonio pues, libre por naturaleza, no puede quedar atado a intereses
políticos, o a arreglos familiares. Pero ese amor ejercido libremente tiene
como precio el secreto: un cierto modo de mirar o inclinar la cabeza, el color
del pañuelo que se deja caer como al descuido, el momento elegido para abandonar
silenciosamente una reunión, son los signos con los que se elabora un lenguaje
que sólo conocen los amantes. Las reglas de cortesía exigen que la relación
amorosa, en todas sus etapas, sea estética y noble, sincera y delicada. El
varón, trasladando al terreno del amor las leyes del feudalismo, debe
comportarse como vasallo de su Señora. Se trata, hay que decirlo, de un siglo
en el que las mujeres ocupan el centro de la vida social, imponen normas de
conducta y se constituyen como verdaderas educadoras de la sentimentalidad de
los hombres. Por su parte, Denis de Rougemont en su libro El amor y
Occidente12 insiste
en que la idea del amor que prevaleció por lo menos hasta el siglo xx, nacido
en este siglo, tiene como modelo ese popularísimo “cuento de amor y de muerte”
que recorrió toda la Europa medieval: Tristán e Isolda. Parecido en sus
valores al amor que exaltaron los trovadores, este relato (al cual seguirían
innumerables novelas caballerescas) aporta sin embargo un dato preciso y
decisivo: los amantes han bebido un filtro (en realidad un veneno, palabra que
tiene su origen en venéreo) que los condena a amarse para siempre, esto
es, que los ata a una pasión que resiste continuamente, y continuamente supera
su propia voluntad. Ese filtro, desde luego, es simbólico de aquel momento en
que un hombre y una mujer descubren que, más allá de cualquier adversidad,
están hechos el uno para el otro. El amor es entrega apasionada y asediada por
obstáculos frente a los cuales la suavidad pondrá un matiz más subjetivo en la
experiencia erótica haciendo de ese modo un contrapeso al erotismo entendido
como turbulencia expansiva.
El desarrollo tecnológico, como todos sabemos,
desarrolla también, y aun potencia, las fuerzas acumuladas por el deseo de la
vida y el deseo de la muerte. Se trata de una racionalidad que cabalga sobre lo
irracional, de la inteligencia convertida en obsesión. Las pulsiones eróticas
han encontrado, como no podía dejar ser, la manera de sacar partido, abundantemente,
del desarrollo tecnológico. Así, si el erotismo reúne el amor con la muerte, es
difícil decir si en el mundo que vivimos la atracción que ejerce la vida tiene
la misma fuerza que la atracción ejercida por la muerte. Es del todo posible
que ya no sea así.
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