lunes, 12 de mayo de 2014

RESUMEN: NOTAS PARA PENSAR EL EROTISMO

                                                                                     
                                                                                                                           
DEL EROTISMO: RESTRICCIÓN Y GENERALIZACIÓN

La Sulamita siente que su sexo, anhelante, dehiscente, se ha abierto como una flor, un nardo del que brota ese aroma que Salomón, el Rey, aspira con la piel y los sentidos enervados. Esta escena parece favorecer a los que sostienen que el erotismo se alimenta de la excitada actividad de los sentidos y en especial del olfato. Por ello el sexo de la mujer dispuesta para el encuentro amoroso ha sido tradicionalmente alegorizado como una flor que expande su perfume. Por ello las habitaciones en que se reúnen los enamorados están revestidas de maderas fragantes y en su interior se queman sustancias aromáticas.
Es evidente que en la propagación del deseo sexual, los sentidos juegan un papel decisivo; pero, en realidad, resulta difícil determinar cuál de los órganos sensoriales es el predominante. Los que están a favor del olfato pueden agregar que el deseo de la cópula se comunica entre los animales, y a lo lejos, a través de sensaciones olfativas, y que las flores exhalan su perfume en el momento en que sus órganos sexuales se abren a la fecundación.

El erotismo –y esto es lo que quisiera sugerir en este ensayo– pone en actividad impulsos más variados y, ciertamente, más profundos y más perturbadores. Aunque en filosofía se haya afirmado más de una vez que el erotismo es propio de lo humano, que es, mejor dicho, la superación de la sexualidad animal, antes de tales afirmaciones las mitologías y las religiones sugieren que la eroticidad abarca todo lo viviente y que, más allá del deseo de la cópula y de la cópula propiamente dicha, se trata de un impulso que reúne la vida con la muerte, el caos con el cosmos y, en el orden social, pone en juego, y antes que nada en riesgo, la consolidación de ese orden. Dominado por el deseo de ir siempre más allá, de abrir y atravesar, el erotismo es una fuerza que en última instancia parece tender a la disolución.
Podríamos, en todo caso, hablar de un erotismo en sentido restringido, es decir, limitado a la sexualidad humana, y de un erotismo en sentido general que se extendería a todas las especies y más aún al universo entero concebido o vivido –así lo hicieron todas las culturas– básicamente como un todo viviente.

EL EROTISMO SEGÚN BATAILLE

Si un referente obligado para el arte erótico de nues­tros días es el Marqués de Sade, cuando se trata de pensar en una teoría del erotismo igualmente obligado es el nombre de George Bataille. De acuerdo a lo que yo conozco, Bataille es el primer autor cuya obra está íntegramente consagrada a pensar el erotismo.
Ello no supone olvidar, naturalmente, que desde la más remota antigüedad los pensadores, especialmente los filósofos, se han preocupado por esbozar una teoría del amor (en términos de lo que hoy llamaríamos erotismo), sino sugerir que ninguno lo había hecho tan exhausti­vamente como Bataille, quien se dedicó a elaborar no sólo una teoría general sino también una antropología señala que Eros hace su aparición en el momento originario en el que se quiebra el huevo de la noche y que su cometido es reunir la oscuridad con la luz del día recién brotado asegurando así el orden de todas las cosas , para Bataille el erotismo es una fuerza que se expresa en el dispendio y la dispersión.
El erotismo sería, pues, en términos generales, el dispendio inútil y lujurioso que sucede a toda acumulación. El derramamiento, sea de objetos suntuarios, de sangre o de semen, es lo que toda sociedad humana profundamente busca. Las especies se comen entre sí y ello, de acuerdo con Bataille, es “la forma de lujo más simple”. Pero a medida que las especies crecen en su capacidad de infligir daño crece también la fuerza de las hecatombes. “A este respecto, el animal feroz está en la cumbre: sus depredaciones continuas de malversadores repre­sentan una inmensa dilapidación de energía”. Tales depredaciones son un tributo que promueve nuevas y mayores depredaciones.
El erotismo, pues, según Bataille, es una actividad que se realiza sobre un abismo donde la muerte ejerce su poderosa atracción porque se muestra como un lujo. “De todos los lujos concebibles –observa Bataille–, la muerte, bajo su forma fatal e inexorable es, cierta­mente, el más costoso.”

De este modo se explica mejor que en su libro El erotismo Bataille nos haya dejado estas dos definiciones memorables, centrales ambas, pero aparentemente contradictorias: “El erotismo es la búsqueda del punto en que se desfa­llece” y “El erotismo es la afirmación de la vida hasta en la muerte”. También se explica que el erotismo asocie la destrucción espectacular con la secreta experiencia mística, el aturdimiento orgiástico con la espera de la herida que atravesará nuestro cuerpo para unir dolor y goce, la religión y la guerra. La destrucción da paso a la posibilidad de un nuevo proceso de absorción y retención, la muerte hace posible que la vida continúe.
Bataille ha estudiado con atención el desenvolvimiento de la sociedad capitalista (desde sus orígenes en las doctrinas reformistas y su negación por parte del cato­licismo ortodoxo que condenaba toda forma de usura), ha seguido su desarrollo observando el movimiento que va de la acumulación al consumo en forma suce­siva y creciente, sobre todo en la fase del capitalismo avanzado con su secuela de guerras y otras formas de la destrucción. Deteniéndose sobre esta visión batai­llana –tan decidida a sostener una mirada lúcida– es imposible no ver en ella un sentimiento trágico y, sobre todo en nuestros días, es difícil adherirse a su cele­bración del dispendio y la hecatombe.
El pensamiento de Bataille trata de centrarse en el paso de la pulsión de la muerte a la pulsión de la vida, del vaciamiento a la fertilidad. Por mi parte, yo quisiera pensar esta teoría del erotismo bajo la imagen de la “dehiscencia”. En botánica se da el nombre de dehis­cencia al fenómeno por el cual un fruto o una vaina que han terminado el proceso de absorción de la energía necesaria para llegar a la plena madurez, siguiendo el impulso de esa misma energía terminan abrién­dose para derramar sobre la tierra semillas, esporas, materia en trance de disolución, lo que equivaldría a una especie de dispendio orgásmico. El fruto se abre y se vuelca como si se tratara de un derrame sexual en el que la pérdida es consumación y alivio como también ocurre con los órganos inflamados a los que la misma energía que produce la inflamación termina produciendo una quiebra o abertura por donde la infla­mación se disuelve. Pero lo que se vuelca, por su parte, se mezcla y transforma para dar lugar al nacimiento de nuevos organismos.

LA DUALIDAD DELA PULSIÓNETICA

En 1955, en su libro Eros y civilización Herbert Marcuse7 refutó la teoría freudiana según la cual el “principio de placer” y el “principio de realidad” son irreconciliable­mente antagónicos. Según Freud, toda civilización se funda en la represión de las pulsiones eróticas. Esto sería así porque sin esa represión ninguna forma de organización social resultaría posible ya que la civi­lización se sostiene en el trabajo y en la institución familiar. Marcuse, por su parte, alega que la pulsión libidinal no es por naturaleza una fuerza destructiva del orden social sino sólo de ciertas formas de orga­nización humana, formas que, desde su particular interpretación de las teorías marxistas, responden, en lo profundo, a determinados intereses. Marcuse prevé una civilización hecha por hombres que, liberados de las constricciones del trabajo gracias a los avances de la tecnología, puedan entregarse al placer y aun hacer de él un motor de su desarrollo. Una tesis como esta no pasaría de ser, para Freud, sino la manifestación de deseos ilusorios, en sentido estricto una quimera.
El taoïsmo, como sabemos, elaboró una doctrina que tuvo una muy vasta difusión en la cultura oriental. De acuerdo a ella, el universo está animado por dos principios, uno masculino, el yin, y otro femenino, el yang, en continuo intercambio.
En particular, de acuerdo a lo que ha llegado hasta nosotros, Empédocles desarrolló con precisión la teoría jónica de los cuatro elementos primordiales y eternos (fuego, aire, tierra, agua) cuya mezcla determina las distintas formas y los distintos estados de la materia. Según Empédocles, la mezcla de elementos depende de la acción de dos fuerzas, el Amor y el Odio, fuerzas que propician la reunión o la separa­ción de los elementos y hacen del universo un continuo movimiento entre lo uno y lo múltiple. Estas fuerzas reci­bieron nombres semejantes como simpatía–antipatía, amistad–enemistad, etcétera, nombres que vemos reaparecer en los diálogos platónicos donde se expone la idea de una continuidad o bien una semejanza entre amor, simpatía o amistad, y donde también el amor puede reunir a personas del mismo o de diferente sexo.
El doble sentido, la dualidad, entonces, consistiría en que si la civilización es un producto del trabajo y a su vez el trabajo es una negación del orden natural que da curso a un orden social, el erotismo, que hace que el cuerpo deje de ser un instrumento de trabajo para ser un instrumento del placer, se constituiría como una negación del trabajo y por lo tanto, al mismo tiempo, en una superación del orden social y en una restauración de las pulsiones primordiales. Esta libertad obscena, orgiástica, que despierta en el hombre su animalidad profunda estaría mostrando la necesidad, o más bien el impulso, para nada inocente, de reunir la bestia­lidad con el reino del espíritu –en un “matrimonio del cielo y del infierno”, como diría William Blake– dejando atrás el orden profano del trabajo. Acaso esta sacra­lidad bestial sea un estado sólo realizable como deseo. Acaso instalada entre los hombres no puede tener sino una corta duración porque pone en actividad el deseo de una destrucción total que a su vez activa la nece­sidad de una fuerza estabilizadora que asegure la prolongación de la vida. Pensando con realismo (con un realismo seguramente influido por el pensamiento freudiano) podríamos decir que el erotismo entendido de este modo sólo puede instalarse como un recreo del cuerpo, es decir, como una interrupción (no una defini­tiva borradura) del trabajo.

EXPRESIONESDELEROTISMO ENLA ANTIGÜEDAD

A medio camino entre la meditación filosófica y la explosión orgiástica están los dispendios divinos y los violentos o tramposos ayuntamientos así como las prodigiosas metamorfosis (desorden y reorde­namiento) que cunden en la mitología griega en la que Zeus, el supremo, es dueño de un poder destructor y al mismo tiempo de un furor genésico que hace de él un infatigable perseguidor de diosas y de ninfas.
¿Cómo entender este mundo divino tan lleno de confrontaciones y de copulaciones forzadas pero al mismo tiempo tan dócil a una fuerza erótica que se sitúa por encima de los dioses mismos? Aunque continuamente transgredido, en este mundo hay un orden moral y eso lo muestran, entre otras cosas, los reproches y las venganzas de Hera, la esposa de Zeus, quien trata de devolver golpe por golpe. Es más, en Los mitos griegos Robert Graves describe cómo Rea, madre de Zeus, temerosa de las pertur­baciones que podía causar la frenética lujuria de su hijo le prohibió casarse con Hera (a la cual después tomaría por la fuerza para obligarla a ese casamiento), recibiendo como airada respuesta una amenaza de violación. Para evitarlo, Rea se convirtió en una temible serpiente lo cual no amedrentó a Zeus, quien se transformó inmediatamente en serpiente macho y se enroscó en ella de manera tan indisoluble que terminó cumpliendo su amenaza. Pero Zeus no sólo fue incestuoso con su madre sino que, de acuerdo con una tradición, engendró a Eros en el vientre de Afrodita, la cual, siempre según una tradición, era su hija. Desde luego, nuestra lectura es no sólo simplifi­cadora sino ignorante del vasto simbolismo de estas acciones perturbadoras y violentas; pero lo que con ella queremos mostrar es que, de una o de otra manera, hay una continua confrontación con el orden moral siempre vigente porque los propios protagonistas se juzgan y condenan entre sí, además de que gran parte de los ayuntamientos se presentan como flagrantes violaciones a las que sus víctimas quieren por cualquier medio evitar, como Daphne que, huyendo de los deseos de Apolo, se convirtió en laurel en el momento justo en que este dios (a quien uno podría suponer más mesu­rado porque, según se nos enseñó, es el equilibrio y la justeza racional) ya la tenía entre sus brazos.
Notas
Las prácticas sexuales –desenfrenadas o disimu­ladas– así como las obras artísticas y las consideraciones morales o filosóficas a propósito de las relaciones amorosas continuaron sin interrupción: como suele decirse, en la literatura –y acaso también en la vida– hay sólo dos temas o dos heridas predominantes: el amor y la muerte. Durante toda la latinidad vemos estas expresiones en las que la entrega a las celebraciones orgiásticas reúne la pasión del encuentro sexual en una progresión que va del regodeo en el placer venéreo hasta el extremo del sacrificio (“El hombre siempre mata lo que ama” dirá admirablemente Oscar Wilde muchos siglos después). Cuando estas exaltaciones paganas penetren en el cristianismo y ahí se mezclen con las tradiciones celtas aportadas por los “bárbaros” que destruyeron el imperio romano, tendremos los escalofriantes aquelarres en donde se mezclarán tanto figuras demoníacas como magos negros que harán de la noche su habitáculo. Desde luego, frente a este erotismo macabro existen aquellas otras fiestas de la libido alegre que reúne el vino con el sexo, existen los amores tabernarios, las licenciosas expansiones de clérigos vagantes de la baja latinidad cuyas expresiones literarias han sido tan acertadamente recogidas por Carl Orff en su célebre Carmina burana. En esta alegría de la sexualidad liberada no podríamos, desde luego, olvidar las entusiastas celebraciones de la primavera en las que junto con el retorno de las flores retorna el entu­siasmo por los encuentros amorosos: “Ya, florecen los almendros, ya / mala seré de guardar. //Ya florecen los almendros / y los amores con ellos”. Las fiestas mayas, herederas del culto a Adonis, reúnen en una sola algarabía el renacimiento de la tierra y el renacimiento de la energía sexual.

EROTISMO Y MUNDO MODERNO: ENTREVARIACIÓN Y

PERMANENCIA

Lo que ahora distinguimos como erotismo pero que hasta hace poco se concebía como una variante del amor tiene a su vez varias maneras de manifes­tarse. Hay, como vimos, un erotismo de la violencia destructiva, un erotismo del sacrificio, un erotismo del entusiasmo floral, un erotismo de la exhibición genital, un erotismo del ocultamiento, un erotismo del llamado, de la espera y la nostalgia. Hacia el siglo xii, la cultura occidental neolatina produjo, al mismo tiempo que una verdadera escuela de poesía amorosa, una escuela del amor a la que dieron forma los trovadores proven­zales. Esa cultura está acabadamente expuesta en un libro de arte amatorio (Ars Amandi) compuesto por Andrea Capellanus, a finales de aquel siglo.

El amor, según ello, no puede darse sino fuera del matrimonio pues, libre por naturaleza, no puede quedar atado a intereses políticos, o a arre­glos familiares. Pero ese amor ejercido libremente tiene como precio el secreto: un cierto modo de mirar o inclinar la cabeza, el color del pañuelo que se deja caer como al descuido, el momento elegido para aban­donar silenciosamente una reunión, son los signos con los que se elabora un lenguaje que sólo conocen los amantes. Las reglas de cortesía exigen que la relación amorosa, en todas sus etapas, sea estética y noble, sincera y delicada. El varón, trasladando al terreno del amor las leyes del feudalismo, debe comportarse como vasallo de su Señora. Se trata, hay que decirlo, de un siglo en el que las mujeres ocupan el centro de la vida social, imponen normas de conducta y se constituyen como verdaderas educadoras de la sentimentalidad de los hombres. Por su parte, Denis de Rougemont en su libro El amor y Occidente12 insiste en que la idea del amor que prevaleció por lo menos hasta el siglo xx, nacido en este siglo, tiene como modelo ese popu­larísimo “cuento de amor y de muerte” que recorrió toda la Europa medieval: Tristán e Isolda. Parecido en sus valores al amor que exaltaron los trovadores, este relato (al cual seguirían innumerables novelas caballe­rescas) aporta sin embargo un dato preciso y decisivo: los amantes han bebido un filtro (en realidad un veneno, palabra que tiene su origen en venéreo) que los condena a amarse para siempre, esto es, que los ata a una pasión que resiste continuamente, y continuamente supera su propia voluntad. Ese filtro, desde luego, es simbó­lico de aquel momento en que un hombre y una mujer descubren que, más allá de cualquier adversidad, están hechos el uno para el otro. El amor es entrega apasio­nada y asediada por obstáculos frente a los cuales la suavidad pondrá un matiz más subjetivo en la expe­riencia erótica haciendo de ese modo un contrapeso al erotismo entendido como turbulencia expansiva.


El desarrollo tecnológico, como todos sabemos, desarrolla también, y aun potencia, las fuerzas acumuladas por el deseo de la vida y el deseo de la muerte. Se trata de una racionalidad que cabalga sobre lo irracional, de la inteligencia convertida en obsesión. Las pulsiones eróticas han encontrado, como no podía dejar ser, la manera de sacar partido, abundantemente, del desarrollo tecnológico. Así, si el erotismo reúne el amor con la muerte, es difícil decir si en el mundo que vivimos la atracción que ejerce la vida tiene la misma fuerza que la atracción ejercida por la muerte. Es del todo posible que ya no sea así.

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